Llegan esos tiempos donde todos se muestran buenos, atentos, serviciales. De golpe, los problemas parecen tener solución, los conflictos se desvanecen y la preocupación por el bienestar común florece como si hubiese estado oculta todo el año, esperando la temporada de campaña.
En este escenario electoral, la política se convierte en un espectáculo previsible. Actores que estaban en silencio reaparecen con energía renovada; otros, completamente nuevos, irrumpen prometiendo rupturas y cambios drásticos, como si no formaran parte del mismo sistema que tantas veces nos decepcionó.
Vemos a personas que hace meses se lanzaban acusaciones feroces en redes o medios de comunicación, ahora darse la mano, abrazarse en actos públicos y sonreír para la foto. De repente, todos se palmotean la espalda en nombre del “bien común”, y nosotros —a veces por esperanza, a veces por hartazgo— caemos en la trampa de romantizar una política que nos habla bonito, pero actúa igual.
La desesperación por ser aceptado, por sumar votos, por quedar bien con todos, convierte a la política en un desfile de máscaras, donde muy pocos creen genuinamente en lo que dicen. Porque decirlo, lo dicen. El problema es cuando hay que sostenerlo en el tiempo.
No se trata de oficialismo u oposición. Se trata de un modelo político que, salvo excepciones, gira en torno a intereses personales o partidarios, más que al verdadero bienestar ciudadano. La campaña se vuelve el momento de máxima efervescencia, donde se prometen soluciones mágicas y se venden futuros brillantes… que rara vez se concretan.
Y mientras tanto, la ciudadanía mira, algunas veces con esperanza, otras con decepción o indiferencia. Porque, aunque no lo digamos en voz alta, muchos sentimos que la política, tal como está planteada, nos queda lejos, nos habla desde un lugar ajeno, y muchas veces nos utiliza como escenografía para construir un relato.
Este tiempo electoral debería invitarnos a reflexionar. No sólo sobre a quién votar, sino sobre qué política queremos vivir: una que se construya desde el compromiso real, desde el trabajo cotidiano, o una que se active cada tanto, con discursos vacíos y sonrisas prestadas.
Y en el medio de todo esto, estamos nosotros: los vecinos de a pie, los que vamos a trabajar, criamos hijos, cuidamos a nuestros mayores, y tratamos de llegar a fin de mes con dignidad. Somos los que pagamos los impuestos, los que hacemos fila en el hospital, los que cruzamos los dedos para que no nos roben o para que la escuela de nuestros hijos tenga clases todos los días.
A nosotros nos hablan en campaña. Nos prometen. Nos sonríen. Pero cuando se apagan los parlantes y se guardan las banderas, seguimos solos, esperando que esta vez sí sea distinto. Que no nos fallen otra vez. Que el compromiso no se acabe con la urna cerrada.
Porque al final del día, la política real debería empezar donde terminan los actos, en el barro de la vida cotidiana, donde el ciudadano común necesita respuestas, no discursos.