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Uno de los síntomas más visibles y preocupantes de la mutación social que atravesamos se manifiesta hoy dentro de las escuelas. Las riñas entre adolescentes ya no son hechos aislados: se multiplican, se agravan y se vuelven virales. Lo que antes podía resolverse con diálogo o la intervención de un adulto, ahora se convierte en episodios de violencia extrema, muchas veces planificados, registrados por celulares y difundidos en redes como si se tratara de un espectáculo. La agresión, en lugar de silenciarse, se amplifica. La humillación, en lugar de detenerse, se celebra.

Este fenómeno —tristemente instalado en muchas zonas del conurbano— ha comenzado a echar raíces también en San Pedro. Y duele. Duele mucho. Hace poco, una madre, con una angustia inmensa, se acercó a contarme que su hija sabia de una escena de contenido sexual explícito en el patio de su escuela, protagonizada por dos adolescentes. La situación, además de inesperada y grave, fue grabada por otros estudiantes. Esa madre, desesperada, le pidió a su hija que borrara el video y evitara compartirlo. No buscaba encubrir, sino proteger. Se sintió sola, sin herramientas, y sin respuestas institucionales claras.

Poco después, se conoció otro hecho que aún estremece: un niño de tan solo 10 años fue brutalmente golpeado por otros compañeros. La escena fue filmada. El testimonio de su madre, compartido en medios y redes, hablaba del miedo de su hijo a volver a clase, del dolor físico y emocional, y de la indiferencia con la que muchas veces se responde a estos casos.

Y no termina ahí. Otra madre me confesó hace pocos días que está considerando no enviar más a su hijo de primer grado a la escuela. La razón: una docente le habría pegado en la mano como forma de castigo cada vez que el niño no respondía bien en clase. ¿Qué clase de mensaje reciben nuestros niños cuando quienes deben protegerlos los lastiman?, me pregunte en ese momento

Todas estas situaciones ocurrieron en distintas instituciones de San Pedro. No son inventos, ni exageraciones. Son síntomas. Son gritos. Son alertas.

La violencia escolar no es solo un problema de disciplina. Es una señal de alarma social. Es el eco de hogares en crisis, de vínculos rotos, de estados ausentes, de adultos sobrepasados. Es, en definitiva, el reflejo de una sociedad fracturada que deja a sus jóvenes sin contención y sin rumbo.

Por eso, ya no alcanza con el diagnóstico. Ya sabemos lo que pasa.
Porque si no intervenimos hoy, la violencia seguirá educando. Y el precio será demasiado alto.