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El papa Francisco no defraudó: tal como se esperaba y sin que hubiera sido anunciado, reapareció este domingo en la Plaza de San Pedro poco antes del mediodía, al final de la Misa de Ramos, celebración solemne que abre oficialmente la Semana Santa. Tal como se había adelantado, la misa fue presidida por su compatriota, el cardenal Leonardo Sandri, vicedecano del Colegio Cardenalicio y concelebrada por cardenales y obispos.

A diferencia de la sorpresiva reaparición del domingo pasado al final de la misa por el Jubileo de los Enfermos, esta vez el papa Francisco, de 88 años, no llevaba cánulas nasales, otro fiel reflejo de sus leves y graduales mejoras.

“¡Feliz Domingo de Ramos y feliz Semana Santa!”, logró decir cuando le alcanzaron un micrófono. Entonces ostentó una mejor voz con respecto a la de hace una semana, más clara, gracias a la fisioterapia respiratoria que está haciendo a diario. Con su presencia, de lo más esperada y sus palabras, Francisco provocó una catarata de aplausos y gritos de júbilo entre los 20.000 fieles presentes, que lo aclamaron agitando los ramos de olivos, símbolo de la ceremonia que abre la Semana Santa. “¡Viva el Papa!”, fue el grito de la multitud, que ni bien lo vio aparecer en silla de ruedas en las pantallas gigantes, comenzó a aplaudir.

En una salida que duró unos diez minutos, como seguramente le deben haber pedido los médicos, además de hacerse presente ante la multitud con unas palabras, saludó al cardenal Sandri, prefecto emérito del Dicasterio para las Iglesias Orientales, de 81 años, que conoce desde hace décadas, a los demás cardenales presentes y a quienes estaban en la primera fila del sector del sagrato. Estrechó manos y hasta bromeó con algunos conocidos, fiel a su sentido del humor porteño. Aunque aún eran más que visibles las dificultades de la convalecencia y se veía colgada detrás de su silla de ruedas una botella para el oxígeno.

Francisco estuvo internado en el hospital Gemelli por una neumonía bilateral desde el 14 de febrero hasta el 23 de marzo pasados. Sus médicos, que le prescribieron una convalecencia de al menos dos meses, contaron que en dos ocasiones estuvo a punto de morir. Y resulta evidente que esta hospitalización, la más larga y grave de su pontificado, significó para él un antes y un después.